Aquella noche me desperté llorando, como solía ser viniendo
habitual. Una pesadilla, le llamaba. Pero yo sabía lo que era en realidad: la
recreación de una sensación, la percepción de la realidad tal y como la veía y
la vivía. Despierto, tratas de esconder lo que te hace débil, reprimir las
ganas de llorar. Y al final entierras de una forma tan profunda tus
sentimientos que solo eres capaz de liberarlos mientras duermes y tus propios
muros son más débiles. O quizás no es porque no eres capaz, sino porque no
quieres que sea de otra forma.
Me incorporé en la cama y me lleve las manos a la cara,
arrastrándolas hasta la nunca y echando todo el pelo hacia atrás. Reconozco que
fue una de las Navidades más duras que he pasado nunca. Durante todo nuestro
tiempo juntos, conseguiste que sin ti me sintiera vacío, cojo. Y lo
conseguiste, vaya que sí. Era incapaz de no sentirme estafado, de no sentirme
un idiota, y de no darme lástima. Tú te fuiste con la primera fulana que se te
cruzó por delante, y me abandonaste tras una larga y dolorosa guerra donde mi
orgullo y mi propia estima quedaron masacrados ante tu arrogancia y tu egoísmo.
Me hiciste desear no sentir nada más.
Comenzaba a amanecer. A través de la hoja de mi balcón, vi
como los primeros rayos de Sol comenzaban a aparecer tímidamente a través de la
silueta del Mulhacén, y coloreaban con diferentes pinceladas de amarillo,
naranja y rosa allá adonde llegaban. Aquella oscura y fría noche de Diciembre
se estaba acabando, y la oscuridad se escondía de la llegada inminente de un
nuevo día.
Y entonces, ocurrió.
No me preguntes como ni qué sucedió. Pero algo en mi cabeza
hizo “clic”, y comprendí que las pesadillas, las lamentaciones y la melancolía
no podían durar para siempre. Tenía que acabar. Y podía esperar a que la
oscuridad se fuese sola o ser como el Sol y decidir salir por mí mismo.
Hasta ahora no me había dado cuenta de que desde que me
desperté, seguía llorando. Me sequé las lágrimas con el dorso de las manos que
seguían recorriendo mi cara, contuve el aliento y me prometí que serían las
últimas que derramaría por ti. Por mí.
¿Sabes? Fue una sensación extraña. Hasta hace un instante no
podía parar de centrarme en el dolor y ahora, era feliz, o algo muy cercano a
ello. Me volví a recostar en mi lado de la cama mientras disfrutaba de esa
olvidada sensación de bienestar. Miré hacia el lado izquierdo de la cama, hacia
tu lado. Tras un rato pensándomelo, rodé ligueramente y me situé en el centro
del colchón. Fue el primer acto de rebeldía que cometía en mucho tiempo. Me
estiré tanto como pude en el momento, tratando de alcanzar las esquinas de la
cama con mis cuatro extremidades, y sintiendo como mis escuálidos brazos y mis
cansadas piernas se llenaban de energía.
Y solté una risotada mientras analizaba esa repentina sensación de
libertad: una risotada gutural, extraña y demasiado bruta, pero sincera.
Me sentía libre. Mi corazón latía muy rápido; pero esta vez
era diferente. Era una fuerza agradable, y una rapidez liberadora, no
angustiosa. Me sentía yo mismo; había vuelto, y con ello, pude enterrar los
restos que había aún de ti.
Lo intentaste, y casi lo consigues. Tanto durante como
después de la relación, hiciste todo lo que tuviste en tus manos para acabar
conmigo. Por eso, tengo algo que decirte a ti y a todos los que quieran hacerme
daño y seguir tus pasos:
Podréis hacerme desear desaparecer, que me crea veneno y
fuego en vuestra boca; podéis apagarme y hundirme en la mayor de las miserias.
Pero nunca conseguiréis arrebatarme esa parte de mí que me ayuda a recuperarme
y a regenerarme de los golpes. Tardaré el tiempo que necesite, pero volveré, y
mucho más fuerte. Porque soy así. Y porque lo que no te mata, te hace más
fuerte.